Miraba el otro yo desde el fondo de mi pupila. Seguía el ojo en la cuenca, y quizá por ello me perturbaba tanto el otro yo que miraba desde mi mirada, hablaba desde mi lengua y sentía desde mi corazón. ¡Aquella no era una cuestión filosófica, pero cuanto lo habría deseado! No era tampoco fenómeno paranormal o psicológico. Aquel que veía lo que yo, era un ser diferente, un ser completo, residente de la carne que hasta hace poco consideraba mía. No era yo, ni yo era el. Éramos, distintos, en modales, silencios, palabras y manías. Aquel era un sujeto nocturno, de indiferencias, alcohol y sufrimiento. Yo, por otra parte, lo admito, era un hombre de sentimientos y narraciones, más propenso al libro que al alcohol, y a la letra que a la multitud.
Compartíamos eso, no hay duda. La multitud nos aterraba a cada uno en diferente medida. A mi, por temor a que se aprovecharan de mi pasiva forma de ser, y a él, por la posibilidad de tragarse al mundo de un mordisco. Las posibilidades eran otro de nuestro punto de convergencia, pues sabíame, con certeza dolorosa, que no era yo un hombre de posibilidades. Quizá era mi indecisión, si, debía ser eso. Era, casi imposible, tomar una decisión o hablar, hablar de piezas musicales, de libros, del tipo de perro preferido, del color predilecto, de quien era el paquete que me había llegado en el correo. Revelarme, quitarme la máscara, la carne, afilar el hueso, destazar el cerebro si es necesario y enseñar en caja de cristal la neurona misógina que se niega a asumirse cómo mujer. El otro me consolaba; decía que no éramos transgénero, ni transexuales, que éramos, fruto de un ejercicio literario mal logrado, fragmentos de imaginación y aburrimiento;. sueños que se mezclaron en el papel cuando la pluma desconoció a su titiritero y la mujer escribiente ya no supo distinguir al alter ego del ego, y no supo quien era ella, él, ellos, todos, seres de palabra vana que habría de borrarse con los años del papel barato en que fue escrito.
Compartíamos eso, no hay duda. La multitud nos aterraba a cada uno en diferente medida. A mi, por temor a que se aprovecharan de mi pasiva forma de ser, y a él, por la posibilidad de tragarse al mundo de un mordisco. Las posibilidades eran otro de nuestro punto de convergencia, pues sabíame, con certeza dolorosa, que no era yo un hombre de posibilidades. Quizá era mi indecisión, si, debía ser eso. Era, casi imposible, tomar una decisión o hablar, hablar de piezas musicales, de libros, del tipo de perro preferido, del color predilecto, de quien era el paquete que me había llegado en el correo. Revelarme, quitarme la máscara, la carne, afilar el hueso, destazar el cerebro si es necesario y enseñar en caja de cristal la neurona misógina que se niega a asumirse cómo mujer. El otro me consolaba; decía que no éramos transgénero, ni transexuales, que éramos, fruto de un ejercicio literario mal logrado, fragmentos de imaginación y aburrimiento;. sueños que se mezclaron en el papel cuando la pluma desconoció a su titiritero y la mujer escribiente ya no supo distinguir al alter ego del ego, y no supo quien era ella, él, ellos, todos, seres de palabra vana que habría de borrarse con los años del papel barato en que fue escrito.
Comentarios
Publicar un comentario