Cuando trato de dormir, en realidad no trato de dormir. No
existe el impulso consciente de alcanzar el letargo. Soy una bestia de
instintos, instintos que me cierran los ojos cuando agoto mis fuerzas físicas.
Mi cuerpo ha aprendido que el colchón es mi mejor amigo, cuando este de buen ánimo
y cuando quiera que me lleve la fregada. Voy y le cuento a mi cama mis miedos,
y esta me consuela con las sabanas que me vuelven inmune a mis pensamientos.
Cuando niños aprendemos a temer de los monstruos bajo la
cama, o esos perros que se esconden en el closet o los desgraciados que
proyectan su sombra por mi ventana. Pero las cobijas me cuidan, y bajo su protección
nada me pasará. Al
crecer cambian los colores y cambia el miedo; los monstruos se esconden bajo
las cobijas. Las mismas que una vez fueron todo, me traicionan. Esas, esas que
conocieron de primera mano mi comida ahora me ofrecen a mí de sacrificio. Mi
peso es nulo en contraparte con la carga que se cuelga de mi espalda. Mis
huesos crujen. Cada fibra se aferra a su forma, pero el peso, lentamente, va
curveando las células y escucho el crack final, el canto de derrota. No hay
esperanza.
La alarma se enciende, y la habitación se ilumina de una luz
tenue, apenas existente. Es suficiente apenas para ahuyentarlos, pero ya es
tarde. Nada reparará mi espalda.
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